Seis tipos de soledad
Pema Chödron
Generalmente, la soledad nos parece un enemigo. El dolor de
corazón no es algo que elijamos invitar a nuestra vida. Es
algo inquieto que
nos quema y
que está preñado
del deseo de escapar y de encontrar algo o a alguien que nos haga compañía.
Cuando podemos descansar
en el punto medio,
empezamos a tener
una relación serena con la
soledad, una soledad relajante y refrescante que pone nuestros temores
totalmente del revés.
EN EL
CAMINO de
en medio no
hay punto de referencia. La
mente sin punto
de referencia no se
resuelve a sí
misma, no se
fija ni se
aferra a las
cosas. ¿Cómo podríamos prescindir de todo punto de referencia? No tener
punto de referencia es cambiar nuestra respuesta habitual al mundo, una
respuesta que está profundamente enraizada: queremos que las cosas vayan en un
sentido o en otro. ¡Si no puedo ir a la izquierda o a la derecha me
moriré! Cuando no
podemos ir a
la izquierda ni
a la derecha nos sentimos como si
estuviéramos en un centro
de
desintoxicación: estamos solos
ante el síndrome
de abstinencia con todo
el nerviosismo que
hemos estado intentando evitar al
ir a la izquierda o a la derecha. Ese nerviosismo puede pesarnos mucho.
Sin embargo, tras años y años de ir a la
izquierda o a la derecha, de decir sí o no, de hacer las cosas bien o mal,
nada ha
cambiado en realidad.
Bregar por conseguir seguridad nunca nos ha traído nada
más que una alegría momentánea. Es como cambiar la posición de las piernas
en la
meditación. Las piernas
nos duelen de
tenerlas cruzadas, y entonces
las movemos y
pensamos: «¡qué alivio!», pero
dos minutos y
medio después volvemos
a desear moverlas. Nos vamos moviendo en busca de placer, en busca
de comodidad, y el placer
que obtenemos es siempre muy breve.
Oímos
muchas cosas sobre
el dolor del
samsara y también oímos
hablar de la
liberación. Pero no
solemos oír hablar de lo doloroso que es pasar de estar atascado a
desatascarse. El proceso de
desatascarse requiere de una
gran valentía porque
pasamos básicamente a
cambiar nuestra forma de
percibir la realidad;
es como cambiar nuestro ADN. Deshacemos con ello un
patrón que no es únicamente el nuestro;
es un patrón
de la humanidad: proyectamos sobre
el mundo un
trillón de posibilidades de conseguir
la solución a
nuestros problemas. Podemos tener los dientes más blancos, el
césped sin malas hierbas, una vida libre
de lucha, un
mundo sin vergüenza. Podemos vivir
felices para los
restos. Este patrón
nos mantiene insatisfechos y nos causa mucho sufrimiento.
Como seres humanos no sólo buscamos la
resolución de las situaciones sino
que también sentimos
que la merecemos. Sin
embargo, no sólo
no la merecemos sino que
sufrimos por su
causa. No nos
merecemos una resolución, sino
algo mejor. Merecemos
el camino del medio, que es nuestro derecho de
nacimiento, un estado de apertura mental que es capaz de relajarse en medio de
la paradoja y la ambigüedad. En la medida en que hemos estado evitando la
incertidumbre, es natural que tengamos síntomas
de retirada, que nos retiremos
de pensar que siempre hay un problema y que alguien, en
alguna parte, tiene que resolverlo.
El
camino del medio
está muy abierto,
pero avanzar por él es duro
porque atenta directamente
contra el núcleo del
antiguo patrón neurótico
que todos compartimos. Cuando
nos sentimos solos,
cuando no tenemos esperanza,
lo que queremos
hacer es ir
a la izquierda o a la derecha. No
queremos sentarnos y sentir lo que estamos
sintiendo. No queremos
pasar por la desintoxicación; y, sin embargo, el camino
del medio nos anima a hacer exactamente eso. Nos anima a despertar la valentía
que existe en cada uno de nosotros sin excepción, incluyéndonos a ti y a mí.
La meditación es una preparación para
seguir el camino del medio, para
estar exactamente en
el sitio. Se nos
anima a
no juzgar lo
que surge en nuestra mente;
de hecho, se nos anima a ni siquiera apegarnos a ello. Se nos pide que
simplemente reconozcamos como
pensamiento todo lo que
solemos clasificar como
bueno o malo,
sin todo el drama habitual que acompaña al bien y al mal. Se nos
instruye a dejar que los pensamientos vengan y vayan como si tocáramos una burbuja
con una pluma. Esta disciplina directa nos prepara para dejar de luchar y
descubrir así un estado de ser fresco y sin sesgo.
Ciertos
sentimientos que experimentamos, como
la soledad, el aburrimiento
y la ansiedad,
pueden estar particularmente preñados
del deseo de
resolución, y a menos
que podamos relajarnos
en ellos, es
muy duro permanecer en el camino
medio cuando estamos experimentándolos.
Queremos la victoria o la derrota,
alabanzas o culpas. Por ejemplo, si alguien nos abandona, no queremos sentir
esa incomodidad tan
cruda y por
eso invocamos una de
nuestras conocidas identidades
de víctima desventurada. O quizá evitemos la crudeza
expresando nuestro material reprimido
y diciendo a la persona
lo confusa que
está. Queremos
automáticamente encubrir nuestro
dolor, de una forma
o de otra,
identificándonos con la
victoria o con la victimización.
Generalmente, la
soledad nos parece
un enemigo. El dolor de corazón no es algo que elijamos
invitar. Es algo inquieto que nos
quema y está
preñado del deseo
de escapar y de
encontrar algo o
alguien que nos
haga compañía. Cuando podemos descansar en el punto medio,
empezamos a tener
una relación serena
con la soledad, una
soledad refrescante que
pone nuestros temores totalmente del revés. Hay seis
formas de describir
esta soledad fresca,
que son: menos deseo,
contentarse, evitar actividades innecesarias, total
disciplina, no vagabundear
por el mundo del deseo y no
buscar seguridad para los propios pensamientos discursivos.
Menos deseo es la voluntad de estar solos
cuando todo en nosotros anhela
algo que nos
anime y que
cambie nuestro estado de ánimo. Practicar este tipo de soledad es
una forma de
plantar las semillas
para que nuestra inquietud fundamental disminuya. En
la meditación, por ejemplo, cada vez que ponemos la etiqueta «pensamiento» en
lugar de dejar que nuestros pensamientos no den cien vueltas, nos
estamos entrenando a
estar presentes y no
dejarnos disociar. En la medida en que no estuvimos dispuestos a hacerlo ayer, hace
una semana o
un año, tampoco
podremos hacerlo ahora. Después
de practicar «menos
deseo» consistentemente y de
corazón, algo cambia.
Sentimos menos deseo en el sentido
de que nos
sentimos menos seducidos por
los Importantísimos Guiones
de Nuestra Vida. Por tanto, aun
en presencia de esta soledad que nos quema,
somos capaces de
sentarnos con la
inquietud durante 1,6 segundos
cuando ayer no
aguantábamos ni uno. Éste es el
camino del guerrero, éste es el sendero de la
valentía. Cuanto menos
nos descentremos y nos
volvamos locos, más
saborearemos la satisfacción
y la frescura de
la soledad. Como
solía decir el
maestro zen Katagiri Roshi:
«Uno puede sentirse
solo y no
estar perdido.»
El segundo tipo de soledad es
contentarse. Cuando no tenemos nada, no tenemos nada que perder. No tenemos
nada que
perder pero estamos
programados hasta la médula
para creer que
tenemos mucho que
perder. Esta sensación de tener
mucho que perder se basa en el miedo a
la soledad, al cambio, a
cualquier cosa que no pueda resolverse, a la no existencia; se basa
en la esperanza de que podemos evitar
ese sentimiento y
en el miedo
a no poder convertirnos en
nuestro propio punto de referencia.
Cuando
dibujamos una línea
por el centro
de una página, sabemos quiénes
somos si nos ponemos en el lado izquierdo o en el derecho, pero no sabemos
quiénes somos si no nos ponemos en ningún lado. Entonces no sabemos qué hacer;
simplemente no lo sabemos. No tenemos punto de referencia, ninguna mano a la
que agarrarnos. En ese punto
podemos perder el
control, o serenarnos
y asentarnos. Contentarse es
sinónimo de soledad,
de soledad fresca, de
asentarse en esa
soledad fresca. Renunciamos a
la creencia de
que escapar de
nuestra soledad nos va a aportar una felicidad duradera, o alegría,
o una
sensación de bienestar,
o coraje, o
fuerza. Generalmente tenemos que
renunciar a esta
creencia como un billón de veces, hacernos amigos una y otra vez de nuestro
miedo y nerviosismo, repetírnoslo un billón de veces con plena conciencia.
Entonces, sin darnos cuenta, algo
empieza a cambiar.
Podemos estar solos
sin alternativa, contentos de estar aquí mismo con el estado de ánimo y
la textura de lo que está ocurriendo.
El
tercer tipo de
soledad es evitar
actividades innecesarias.
Cuando la soledad
nos «quema», buscamos algo
que nos salve;
buscamos una salida.
Sentimos esta sensación fastidiosa
que llamamos soledad,
y nuestra mente se vuelve loca
tratando de buscar compañeros que nos
salven de ella.
Esto es lo
que se llama actividad
innecesaria: es una manera de mantenernos ocupados para no sentir
dolor que puede
asumir la forma
de fantasear obsesivamente con un
romance verdadero, o escuchar los chismes de las noticias de las seis, o
incluso salir solos a pasear por el
campo. La cuestión
es que con
toda estas acciones estamos
buscando compañía de la manera habitual, empleando los viejos
caminos repetitivos para distanciarnos
del demonio de la soledad. ¿Podríamos tranquilizarnos y
tener un poco
de compasión y respeto por nosotros mismos? ¿Podríamos dejar
de evitar estar solos con nosotros mismos? ¿Y qué tal tratar de no ponernos
nerviosos y de
agarrarnos a algo
cuando empezamos a sentir
pánico? Relajarse en la soledad
es una ocupación valiosa. Como
dice el poeta
japonés Ryokan: «Si quieres
encontrar el significado, deja de perseguir tantas cosas.»
La disciplina total es otro de los
componentes de una soledad
encajada. Disciplina total significa que en
cada oportunidad estamos dispuestos a volver delicadamente al momento
presente. Esto es la soledad como
disciplina total. Estamos
dispuestos a sentarnos
en soledad, a
estar simplemente allí, solos. No tenemos que cultivar este tipo de soledad
de manera especial;
simplemente podemos
sentarnos inmóviles el
tiempo suficiente como
para darnos cuenta de
que, en realidad,
las cosas son
así. Estamos fundamentalmente solos y no tenemos nada a lo que
agarrarnos. Además, esto no es ningún problema; de hecho, nos
permite descubrir un
estado de ser absolutamente no
manipulado. Nuestras suposiciones habituales —todas nuestras ideas
de cómo son las cosas— nos impiden ver
las cosas de
manera fresca y
abierta. Decimos: «Ah, sí, ya sé»; pero no sabemos, no conocemos nada
íntimamente, no tenemos ninguna certeza respecto a nada. Esta verdad básica
resulta dolo rosa y queremos huir de ella, pero relajarnos y volver a algo tan
familiar como la soledad es una buena disciplina para darnos cuenta de la
profundidad de los momentos irresueltos de nuestra vida. Cuando huimos
de la ambigüedad
de la soledad
nos estamos timando a nosotros mismos.
No vagabundear por el mundo del deseo es
otra forma de describir una soledad fresca y encajada. Vagabundear por el mundo
del deseo implica buscar alternativas, buscar algo que nos reconforte: alimento, bebida,
gente. La palabra deseo indica una
cualidad de adicción: es nuestra forma de aferramos a algo porque queremos
tenerlo todo bajo control. Esta
cualidad surge de
no haber crecido: seguimos queriendo
ir a casa,
abrir el frigorífico
y encontrarlo lleno de
nuestras delicias favoritas.
Cuando las cosas se
ponen difíciles queremos
gritar: «¡Mamá!», pero
avanzar en el
camino implica irnos
de casa y convertirnos en gente
sin hogar. No
vagabundear por el mundo
del deseo está
relacionado con la
capacidad de relacionarnos con
las cosas tal como son. La soledad no es
un problema ni
es algo que
queremos resolver. Y lo
mismo es
verdad para cualquier
otra experiencia que podamos tener.
Otro
aspecto de la
soledad fresca y encajada es no
buscar seguridad en los propios pensamientos discursivos. Nos han retirado
completamente la alfombra de debajo de los pies; se acabó; ¡no hay manera de
salirse de ésta! Ya ni siquiera buscamos la compañía del constante diálogo con
nosotros mismos sobre cómo son o dejan de ser las cosas, sobre si deben ser o
dejar de ser, si deberían o no deberían ser así, si pueden o no pueden ser. En
la soledad fresca y abierta no esperamos
seguridad de nuestro
diálogo interno, por eso
hemos recibido la
instrucción de etiquetarlo como «pensamiento». No tiene
ninguna realidad objetiva, es transparente e inasible. Se nos anima a tocar ese
parloteo y soltar, sin hacernos mucho lío al respecto. La soledad encajada nos
permite mirar nuestras propias mentes
honestamente y sin
agresión. Podemos ir abandonando gradualmente
nuestros ideales acerca
de quiénes pensamos que
deberíamos ser, quién
pensamos que nos gustaría
ser o quién
pensamos que los
demás piensan que queremos o deberíamos ser. Renunciamos a todo ello
y simplemente miramos
directamente, con compasión y
humor, a quiénes
somos. Entonces, la soledad no es una amenaza ni un dolor de
corazón, no es un castigo.
La
soledad encajada no
nos proporciona ninguna resolución ni nos pone un suelo bajo
los pies. Nos desafía a entrar en un mundo carente de puntos de referencia sin
polarizarnos ni solidificarnos. A esto es a lo que se llama el camino del medio
o el sendero sagrado del guerrero. Cuando
te despiertas por
la mañana y
de repente sientes el dolor de la
alienación y la soledad, ¿podrías usar ese momento como una oportunidad de oro?
En lugar de perseguirte a ti mismo o sentir que te está ocurriendo algo
terriblemente malo, en ese mismo momento de tristeza y anhelo, ¿podrías
relajarte y tocar el espacio ilimitado del corazón humano?
La próxima vez
que tengas la oportunidad, experimenta con ello.
De: Cuando
Todo se Derrumba. Capítulo 9
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